El acelere
La mayoría de nosotros somos víctimas del acelere irracional. Normalmente, este aceleramiento explosivo no suele ser producto de la voluntad, no ocurre por la reflexión cuerda y analítica que otorga la serenidad, simplemente se dispara solo.
El impulso a correr en vez de caminar, a acumular palabras atropelladamente, a jadear en vez de respirar, casi siempre ocurre sin "ton ni son". De pronto, inexplicablemente, nos encontramos cuesta abajo y a cien kilómetros por hora, como si fuéramos a llegar tarde a alguna parte, sin ir a ningún lado.
La adrenalina se dispara y aceleramos el paso, nos da el ataque, el sistema se vuelve hiperactivo y obsesionado por el reloj. Mientras tanto, los demás nos ven pasar como una pelota de tenis de un lado para el otro sin entender qué nos sucede. "Te veo muy acelerado hoy, ¿te pasa algo?".
La pregunta puede sacudirnos positivamente, nos genera introspección, nos obliga a autobservarnos, a quitar el pie del acelerador y a esbozar la mueca típica del que no sabe qué responder: "No tengo la menor idea".
Pensemos cuántas veces en el día o en la semana nos da la crisis del apresuramiento, sin motivo aparente, porque sí, como si la necesitáramos desesperadamente. Me pregunto si existirá acaso en nosotros una tendencia inconsciente a correr por correr.
Hay sujetos que son movedizos desde pequeños, nacen inquietos, impacientes, adictos a las ocupaciones múltiples, ávidos de estimulación. Y también existen aquellos que desde pequeños son aletargados, apacibles, bonachones, lentos por naturaleza. Cuando el primero se junta con el segundo, hay una incompatibilidad esencial, destructiva: materia y antimateria.
El flemático puede llegar a enloquecer al "flecha veloz", más concretamente, lo deprime, lo tumba con su parsimonia. Por su parte, el acelerado agobia al lánguido y lo hace más propenso al infarto, lo vuelve torpe e inseguro. Las parejas deberían conocer sus ritmos esenciales antes de contraer nupcias.
No es que toda aceleración sea mala, únicamente la que no tiene un sentido, la que no cumple ninguna función importante, la que sucede fuera de base y ejecutamos mecánicamente. Si se parte de la certeza de que el nerviosismo y la activación constante del sistema nervioso envejecen, enferman y bajan el sistema inmunológico, vale la pena tomarse un respiro antes de actuar.
No hablo de perder espontaneidad, no digo que debamos ser individuos previsibles y programados como un ordenador de quinta generación. A lo que me refiero es a darle cabida a la reflexión, a la capacidad de meditar con calma, así sea de tanto en tanto. Cuando la razón inteligente marca el paso, la cosa es más armoniosa.
El acelere puede convertirse en un estilo más o menos permanente, una forma de ser compulsiva. La gente acelerada trabaja a propulsión retrógrada, primero despliegan el comportamiento y luego buscan su justificación. El pensamiento racional va recogiendo pistas y tratando de comprender tardíamente el por qué de los errores.
Es conveniente hacer altos en el camino. Aunque no nos guste andar a marcha forzada, es mejor lentificar los procesos un poco. Dejar que el pensamiento enfríe el sistema de vez en cuando, hablarse a uno mismo, susurrarse cosas: ¿Por qué voy tan rápido? ¿Tiene sentido? ¿Qué gano con ser así? ¿Realmente es conveniente para mi salud mental y física? Y lo más importante: ¿Para dónde voy?
Hay personas que hacen el amor vestidas para ganar tiempo, comen en el carro (para no desaprovechar la lentitud del tráfico), ven los "cortos" cinematográficos en vez de ver las películas completas, trotan en vez de caminar, miran el conjunto sin ver los detalles, no duermen lo suficiente, hablan mucho y piensan poco. Porque para ellos la capacidad de meditar es un estorbo, un freno al desenfreno, un acto improductivo de la mente.
Cuando andamos de acelere en acelere, perdemos sensibilidad, vemos pasar la vida sin degustarla, como si fuera ajena, como si los protagonistas fueran los otros.
Fuente : Internet