Sentirse digno
Sentirse digno es sentirse merecedor, meritorio y estimable. No significa exaltar el ego sino la esencia humana, la que se define a medida que existimos y nos hacemos cargo de nosotros mismos.
Las personas que se sienten dignas reconocen, implícita o explícitamente, que son acreedoras de al menos cuatro derechos fundamentales, ante los cuales no cabe la negociación:
1. No ser un instrumento para otros objetivos distintos a los propios. Es decir, negarse a toda forma de manipulación o utilización. Ser un fin en sí mimas y no un medio.
2. Ser autómatas en las decisiones cualquiera sean ellas. Poder autodeterminar su propia vida y metas. En otras palabras, ejercer el derecho a ser libre.
3. Ser tratadas de acuerdo con sus méritos y no con circunstancias aleatorias como raza, etnia, clase social o preferencia sexual, es decir , no ser discriminado por esas razones.
4. No ser abandonadas, despreciadas o rechazadas afectivamente, es decir, tener el derecho al amor.
Sentirse digno es no atentar contra ninguno de los principios mencionados y de esta forma propender al desarrollo de una vida respetada y respetable.
Las personas que piensan que no son merecedoras suelen avergonzarse de sí mismas. Un autoesquema de defectuosidad psicoafectiva les impide relacionarse adecuadamente con el mundo y la gente. Piensan que son inherentemente despreciables o poco valiosas y que por lo tanto, si alguien las conociera de verdad, se defraudaría de ellas.
La dignidad percibida obra en sentido contrario al auto desprecio: disminuye la distancia entre el yo real y el yo ideal, y al no existir tanta discrepancia entre lo que soy y lo que quisiera ser, ya no me incomoda mi esencia. Me quiero porque me acepto.
Lo que duele y además sorprende, es que a veces seamos nosotros mismos quienes no neguemos la oportunidad a una vida psicológicamente decorosa. Preservar el ser no sólo es un derecho, sino un deber. Conservar una existencia respetable es la obligación que nos impone la naturaleza misma de la vida.
Contrariamente a lo que piensan algunos, la dignidad no es algo que se obtiene por herencia, títulos o posición. El orgullo constructivo que nos permite andar con la frente en alto no lo otorga la condición de clase, sino la aceptación sentida de que soy intrínsecamente valioso. Una singularidad dispuesta a no doblegarse, porque tal como decía Alain, el espíritu jamás debe someterse a obediencia.
Cierta vez, en un lugar de Sudamérica, me detuve a observar a un barrendero ya entrado en años, que con un chuzo de metal pinchaba hojas amarillas que el otoño hacía caer en un parque. Ese era su trabajo. Primero sentí pesar por él, pero luego, al mirarlo con detenimiento, pude descubir que una expresión de complacencia señorial, distinguida, acompañaba su meticulosa labor.
Parecía un príncipe limpiando un bosque encantado. No percibí vergüenza ni degradación en su labor, sino la actitud honorable de quien no conoce la subyugación. En ese día comprendí que la dignidad no está tanto en lo que hacemos sino en cómo lo hacemos.