Ponerse en los zapatos del otro
La actividad psicológica por la cual, uno es capaz de investigar seriamente una perspectiva distinta a la propia, es conocida como descentramiento: una procedencia mental que consisten en aceptar (casi siempre a regañadientes que no soy el centro del universo, y que hay, me guste o no, muchas versiones de la realidad además de la mía.
Por definición, descentrase significa conocer la existencia de sujetos independientes y hacer contacto con ellos. Implica salirse de uno, para habitar otro punto de vista y captar el fundamento (los porqué, los qué y los cómo) de las otras personas. Una incursión en territorio ajeno para recabar información y ampliar la visión unilateral que solemos tener de la realidad en que nos movemos. No es conquistar , sino curiosear con el afán de atender, un avance en son de paz.
Para dejar un lado el egocentrismo y jugar a “ser el prójimo” se necesita de cierta maduración y bastante flexibilidad. Más específicamente, se requiere renunciar al orgullo y admitir que los demás merecen ser atendidos y escuchados a fondo, sin tapujos y de manera desprevenida.
Como resulta obvio, el proceso de meterse en un pensamiento diferente no quiere decir que obligatoriamente debamos acceder a la otra opinión o abdicar de la nuestra. No se trata de hacer, o dejarse hacer, lavados cerebrales, sino de ahondar en la comprensión. Para comprender a los seres humanos hay que irrumpir en sus paradigmas, recorrerlos de punta a punta, palparlos, sentirlos, catarlos.
Cuando hacemos el ejercicio de ponernos en los zapatos del otro, el resultado suele ser casi siempre inesperado y esclarecedor: “Ahora entiendo por qué no te entendía..." o “Ya sé por qué piensas así...”Las compuestas oxidadas de la comunicación se aflojan, lo ininteligible se aclara, el espacio del diálogo se hace más profundo, hay acercamiento, revisión de esquemas, salto amistoso, asimilación deliberante, y, si todo va bien, acuerdos.
Desgraciadamente mucha gente sufre de centralismo psicológico. “No entiendo lo que piensas, ni me interesa hacer el menor esfuerzo para traducir tus intenciones, tu motivación o tu manera de ver el mundo”.
Estos seres, además de insensibles, son intolerantes y potencialmente peligrosos. No sólo son incapaces de reconocer el derecho a discrepar, sino que simple y llanamente ignoran al resto. El mundo gira a su alrededor, el típico solipsismo que sostiene que solo existo yo, o lo que es lo mismo, sólo importo yo.
Ser capaz de invertir los roles es un don, una opción inteligente y razonable, que nos permite asumir el papel de nuestro oponente de turno para convertir la polémica agresiva en conversación empática. Es la habilidad de disociarse por un rato para volver a ser uno.
Si sólo lo practicáramos de vez en cuando, si en cada conflicto interpersonal hiciéramos un pare, un tiempo fuera, para realmente vislumbrar los argumentos de nuestro antagonista, la discusión daría un salto cualitativo.
El intercambio de ideas sería más digno y respetuoso, más rico en contenido, más vasto en posibilidades, más ameno, menos sarcástico, más honesto, y por sobre todas las cosas, más humano, porque somos humanos en la medida que nos vinculamos desde dentro y no desde fuera.
Hagamos el ensayo de saltar por encima de nuestro abultado ego y adentramos en nuestros semejantes. Miremos con sus ojos, oigamos con sus oídos, respiremos por su nariz, tratemos de interrogar la vida como ellos lo hacen.
Nadie se pone en los zapatos del otro y queda igual, porque el roce de mentes es contagioso, amablemente contagioso. Cuando dos creencias aparentemente irreconciliables se esculcan a corazón abierto, necesariamente se suavizan, yo diría que se saludan, se confiesan, se exhiben, y a veces, contra todo pronóstico y de manera inexplicable se encuentran, se abrazan.
Fuente : Internet